Sub 17

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Entre brechas generacionales e identidades.


Mi padre nació en Santa Cruz de Mayo. Desde pequeño aprendió a amar su familia, su tierra y su religión. Santa Cruz tiene dos bandas a la orilla del río San Pedro, en el municipio de Gran Morelos, en Chihuahua. Pueblo convertido en ejido después de la reforma agraria. 

Su infancia fue como la de la mayoría de los niños de entonces: entre arados, animales de granja, esfuerzos educativos del Estado y poco más. Nunca llegaron de forma definitiva a la ciudad, porque seguían viviendo del campo, pero su vida era de semi nómadas , semi migrantes, constante ir y venir.

Los estudios pasaron a un segundo, quizá tercer, plano cuando quedó huérfano de padre a los 12 años. Siendo el mayor de 6 hermanos, la prioridad era apoyarse en la familia para no quedarse como los pobladores de Comala, despojados de agencia en el México rural.

Le gustaba el box y el béisbol, con ello creció, imaginando entre narraciones del Mago Septien, que le llegaban a través de la radio, sin tiempo ni posibilidad de desarrollar una pertenencia alrededor de un equipo.

Mi padre se caracterizaba, entre otras cosas, por su andar afable por la vida. Paciente, diplomático y sensato son buenos adjetivos para describirlo. Poco de eso pudo tener con un niño montessori y berrinchudo cuando, a mis 8 años, le hice una escena cuando me pidió que barriera la cocina. La frustración se le escapaba por los ojos cuando dijo que él, a mi edad, se encargaba de todo un potrero.
La distancia generacional estaba más atravesada por las condiciones económicas y sociales en las que crecimos, que por la edad.

Como nos parecemos más a nuestra sociedad que a nuestros padres, en mi infancia busqué tener alguna afición deportiva. Lo común es elegir al equipo local o al equipo familiar, como si la afición llegara por ubicación o por herencia. En mi caso no había ni uno ni otro; en todo el estado de Chihuahua no había un equipo de liga nacional.
Es curioso andar por una sociedad futbolizada sin una afición particular. Decidí decir que le iba a  las Chivas, porque jugaban con puro mexicano. Argumento que le escuché muchas veces a mi papá, hijo de tiempos nacionalistas. 

En mi deseo propio de escapar a lo preestablecido, me fui a estudiar a la Ciudad de México. Por 4 años viví en Río Magdalena, muy cerca de Av. Revolución, casi a la vuelta de Ciudad Universitaria y el Estadio Olímpico México 68. Rodo, uno de mis roomies, era un fervoroso entusiasta de Pumas. Fuimos a temporadas enteras, Juegos de Copa MX, Concachampions. Los vimos quedar últimos y los vimos salir campeones.

En el 2011 me quedé a hacer verano, que aunque ya estaba hecho, hacía falta cursar una materia para ponerse al día. Mis papás aprovecharon para irme a visitar. Ese año hubo una coyuntura particular: México fue el anfitrión del mundial de la FIFA sub17. En la CDMX sólo habría dos juegos: el duelo por el tercer lugar y la final.

Era miércoles, tal vez jueves, cuando a mitad de una clase alguien dijo que se habían liberado los boletos de general, ahora que el equipo local podía llegar a la final. Nos salimos del salón para intentar comprarlos.

Después de comprar los boletos teníamos muchos por acomodar, el chiste era ir en bola. Había uno para mi papá.


Con brincos y abrazos festejé con mis amigos, el gol de la momia Gómez, que le dio el triunfo a México vs Alemania (juego que vimos por tv) en la semifinal. Veríamos a México enfrentar a Uruguay en una final del mundial (sub17).

El domingo 10 de julio varios amigos llegaron al estadio en avanzada. Agarraron los mejores lugares que pudieron: centrados pero sin que nos estorbara el palco de transmisión de Televisa. Cuando llegué con mis papás, tuvimos la oportunidad de recordarle a Javier Alarcón, a su mamá, nada personal, solamente era el representante deportivo de Televisa.

Era la primera vez de mi papá en el Azteca. Para él todo fue novedad. Las rampas infinitas para llegar hasta arriba, el tamaño colosal, los gritos y la incesante venta de cerveza. Le tocó conocer, por varias horas, la cantina más grande del país. 

Cantamos el himno, hicimos olas, tomamos cerveza, muy probablemente coreamos el cielito lindo.

Ya entrados en el primer tiempo, después de un tiro de esquina, México se puso al frente con gol del Pollo Briseño. Llovió cerveza y nos abrazamos con desconocidos, el entusiasmo era total.

En el medio tiempo intentamos aplacar el hambre con una maruchan a medio hacer, más bien fría. El vendedor no tenía cambio suficiente, quedó en volver. Mi experiencia me permitía saber que eso no iba a pasar. Mi papá estaba profundamente molesto y decepcionado ante la deshonestidad del vendedor, que nunca volvió. 

En el segundo tiempo la selección de Uruguay buscó el empate. Para México no había muchas emociones en la cancha. Cuando quedaban pocos minutos en el reloj de juego alguna acción nos hizo levantarnos de nuestros asientos. No nos sentamos de inmediato y se dejaron venir los gritos para que nos sentáramos, pero ¿cómo nos íbamos a sentar, si México, el eterno segundón, el que nunca ha sido élite en deportes de conjunto, estaba por salir campeón aunque fuera en una categoría con límite de edad?

Estábamos ahí, parados, animando a otros a hacerlo. En la búsqueda desesperada del empate, Uruguay se fue al frente dejando espacios atrás. Esto permitió que México tuviera algunas descolgadas. Sobre el final del partido, México sacó provecho de un contragolpe. Gol, 2-0. El Coloso de Santa Úrsula se deshacía con el grito de gol. Los recuerdos de este momento son tumultuosos, creo que mi papá dejó caer algunas lágrimas y yo también.

Dos aridoamericanos perdidos en Mesoamérica. Los esfuerzos de integración identitaria por parte del Estado mexicano se hicieron presentes. No fue ni el box ni el béisbol, fue la selección sub17 que nos permitió compartir la alegría del triunfo. Por una tardenoche, compartimos la misma emoción.

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